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Mi experiencia como madre de una niña con autismo

Madre de una niña con autismo

Confieso que cuando el pediatra pronunció por primera vez la palabra autista para referirse a mi hija, lo primero que se me vino a la cabeza fue la imagen de un chico muy serio, de movimientos rígidos, con graves dificultades para comunicarse y con la mirada perdida. Un estereotipo que poco tenía que ver con mi sonriente y cariñosa hija, ¿Cómo podía ser ella autista?

Nada más acabar la conversación consulté un artículo científico en el que venían detallados algunos de los rasgos comportamentales más característicos de los niños autistas y entonces, los cabos se ataron solos. El listado incluía fascinación visual por las luces u objetos que giran, dificultad para establecer contacto visual con otra persona, escasa interacción con otros niños, pedir cosas llevando de la mano al adulto, gusto por alinear objetos, aleteo de las manos…

La conducta de mi hija encajaba con un número considerable de las características que se enumeraban, pero no con otras. La causa es que el llamado Trastorno del Espectro Autista (TEA) abarca una enorme variabilidad en el tipo y la gravedad de los síntomas que se manifiestan. Por poner un ejemplo, y aunque parezca extraño, dentro de este espectro se incluyen desde personas con discapacidad intelectual grave hasta genios con una inteligencia muy superior a la media.

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No es igual una niña que un niño con autismo

Además hay un sesgo de género. El autismo se manifiesta de distinta forma en varones que en mujeres, incluso desde la más temprana infancia. A pesar de estas diferencias, las herramientas de diagnóstico clásico se basan, en su mayoría, en los síntomas masculinos, que son los más reconocibles para la población en general. La alarmante consecuencia es que muchas niñas no son diagnosticadas de autismo o son diagnosticadas tardíamente y por tanto, no tienen acceso a terapias tempranas que podrían haber mejorado mucho su capacidad de integración en la sociedad y su calidad de vida presente y futura.

Las niñas autistas tienden a mostrar un comportamiento menos repetitivo y restringido que los niños. Aunque también pueden desarrollar un interés obsesivo por un tema en concreto, su atención se suele centrar en temas socialmente aceptados tales como animales, unicornios, princesas… También tienen mejores habilidades sociales y suelen enmascarar mejor sus déficits imitando el comportamiento de otros niños. El resultado es que para la mayoría de nosotros, observadores inexpertos, no habría nada especial en su conducta que llamase la atención.

Recuerdo el estado de shock en el que nos quedamos mi marido y yo tras el diagnóstico. Enfrentarse a lo desconocido siempre genera temor, y precisamente por eso, de inmediato buscamos ayuda profesional. Entonces se sucedieron las consultas al neuropediatra, las entrevistas y después, las clases de logopedia, de terapia ocupacional, de estimulación temprana… Un gran esfuerzo que está mereciendo la pena.

Como añadido, enseguida te das cuenta de que vas a tener que aprender a lidiar con los más variopintos comentarios sobre tu hija de conocidos o desconocidos con los que coincides por casualidad, y que con frecuencia, la interpelan directamente a ella con un ¿no dices nada?, ¡pero mírame a los ojos! o ¡eres ya muy mayor para esto o lo otro! En otra categoría aparte, están algunos familiares o amigos que compararán a tu hija con otras niñas de su misma edad para después, de una manera más o menos soterrada, culpabilizarte a ti de que aún no haya adquirido habilidades para comer sola o atarse los zapatos. Incluso, los más osados, te vendrán con soluciones mágicas que han leído en internet y que no tienen ningún respaldo científico. Esas personas no son conscientes del daño y del dolor que su atrevida ignorancia y su falta de sensibilidad pueden producir. La firmeza absoluta de los padres ante estas conductas resulta imprescindible.

El camino que, como padres, tenemos por delante está siendo y va a ser muy exigente a todos los niveles. Contar con el apoyo de buenos profesionales que trabajen de manera coordinada es clave para el éxito de las terapias. Nuestra actitud ante las dificultades, también. En este sentido, conocer a otros padres en la misma situación, contactar con asociaciones dedicadas a las personas autistas, así como, recibir apoyo psicológico especializado de manera individual o en pareja, puede ser de gran ayuda para afrontar los retos y encarar los miedos ante un futuro que, sin duda, es distinto al que habíamos imaginado.

El escritor David Mitchell, padre de un niño con autismo, escribió en el prólogo del libro “La razón por la que salto” de Naoki Higashida, una frase con la que coincido plenamente: “El autismo no es nada fácil para los padres o los cuidadores del niño. Criar a un hijo o una hija autista es una labor no apta para pusilánimes: de hecho, tal actitud queda automáticamente descartada en el momento en que aparece la acuciante sospecha de que a tu hijo le pasa algo (…) A menudo la distancia que hay entre la teoría y el zafarrancho que se te ha montado en el suelo de la cocina resulta insalvable”.

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En el pequeño tramo de camino que hemos recorrido hasta la fecha, he aprendido, entre otras cosas, que hay niños que solo comen alimentos de determinados colores o texturas, que las etiquetas de la ropa son como papel de lija para su sensible piel, que algunos tienen miedo de su propio movimiento, que los cambios en las rutinas diarias les puede producir una ansiedad insoportable, que el ruido del aire acondicionado puede resultarles tan ensordecedor como un martillo neumático, que hay autistas que piensan con imágenes y que tienen una memoria visual prodigiosa o un oído perfecto para la música… y quizás, la más importante, que el autismo no es una enfermedad sino otra forma de ver el mundo.

Los retos a los que, a diario, se enfrentan los autistas, en especial, los niños son colosales. Son auténticos luchadores que merecen toda nuestra admiración y apoyo. Hace poco, conversando con una amiga que tiene autismo (sí, se pueden tener amigos autistas y, en mi caso, he encontrado en ellos a personas extraordinarias y de grandes valores, de los que estoy aprendiendo muchísimo) le pregunté que si pudiera volver a su niñez qué es lo que les diría a sus padres para que la entendieran mejor o para que fuera más feliz. Su respuesta fue “no me miréis así…”

Las personas con Trastorno del Espectro Autista tienen dificultades para comunicarse mediante un lenguaje verbal, pero sienten las mismas emociones que cualquier otro ser humano (alegría, miedo, tristeza, amor…) solo que no saben expresarlas o lo hacen de manera poco convencional. Tampoco son indiferentes a lo que pasa a su alrededor y perciben y sufren, como todos, cuando se les discrimina o cuando se les hace sentir de forma insistente que son distintos a los demás.

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Quiero pensar que hay esperanza. Los conocimientos sobre el autismo han aumentado mucho en los últimos años y con ello, la mejora de los métodos de diagnóstico y de los tratamientos. Las terapias han demostrado su eficacia, sobre todo, las tempranas, gracias a la gran plasticidad neuronal de los más pequeños.

El objetivo es enseñarles a ver el mundo como lo hace la mayoría, no porque la visión mayoritaria sea la mejor, sino para facilitar su integración en una sociedad cuyas reglas están basadas en percepciones distintas a las suyas. Los niños y los adultos con autismo y sus padres, estamos haciendo, a diario, grandes esfuerzos por adaptarnos. Ahora le toca a la sociedad corresponder a nuestros esfuerzos y empezar a mirar al mundo, de vez en cuando, como lo hacen las personas autistas. Sin duda así, nuestro camino sería mucho más fácil y el mundo sería un lugar un poquito mejor.

 

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